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En 1946 en el congreso de Luxemburgo, al reanudar la FIFA su actividad paralizada por la segunda guerra mundial, resolvió otorgar a Brasil la sede del campeonato del mundo para disputarlo en 1949. El atraso en la construcción del estadio de Maracaná llevó a que el torneo se postergara un año.
La organización de la misma resultó singular, un caso único hasta nuestros días: se estableció un sistema de disputa con dos fases, una inicial con cuatro grupos, y otra donde los clasificados de éstos disputarían el torneo, jugando también todos contra todos. La FIFA al principio no estaba de acuerdo.
Ya no se accedía por invitación, como muchos pueden llegar a pensar. Por el volumen de países inscriptos en un comienzo era necesaria la disputa de eliminatorias previas, quizás menos complejas pero exigidas por la FIFA. Dos grupos se armaron en América del Sur. Uno de ellos lo integraron Uruguay, Paraguay, Perú y Ecuador. En un principio el cuadrangular se disputaría íntegramente en Montevideo. La otra llave la formaron Argentina, Chile y Bolivia. Clasificaban los dos primeros de cada cuadrangular. Nunca se disputaron. Finalmente Perú, Ecuador y Argentina se retiraron.
Uruguay no tenía un director técnico designado que pudiera trabajar tranquilamente con la mente puesta en el principal objetivo. Y en medio de este paradigma debió cumplir con los viajes a Chile y Brasil para jugar diferentes amistosos y la reconocida Copa Barón de Rio Branco.
El Profesor Romeo Vázquez de manera interina no ocupaba exactamente la función técnica del equipo, pero sí de llevar adelante la empresa (junto a los dirigentes) de organizar los partidos previos ya pactados. En Santiago de Chile a comienzos de abril se jugó ante el local (5-1 y 1-2), mientras a fines de ese mismo Uruguay cayó derrotados en Río de Janeiro ante Paraguay (2-3). Una semana después -en San Pablo-, los celestes vencieron en el primer partido de la Copa Barón de Río Branco a Brasil, en un infartante y resonante 4 a 3, con una base bastante parecida a la formación final que disputaría el Mundial, con ocho de los once titulares que debutarían en la Copa. El 14 de mayo se disputó la revancha (2-3), mientras que el partido decisivo fue cuatro días después (0-1) por lo que Brasil se quedó con el trofeo, pero los muchachos uruguayos con la experiencia de saber a qué se podrían enfrentar. Ganarles no sería una casualidad.
La designación del director técnico significaba el único nudo que quedaba por desatar, ya que las diferentes posturas llevadas adelante por diferentes equipos y dirigentes volvieron la cuestión en un asunto de muchas puntas y pocas resoluciones. Es justo decir que en el contexto histórico del que hablamos, la designación de este cargo no era un punto neurálgico, también intervenía la comisión de selecciones, e indirectamente la palabra de los principales referentes que tenía como base aquel plantel y de las figuras históricas de nuestro fútbol, como José Nasazzi, por citar un ejemplo. La “decisión final” fue salomónica. A las candidaturas de Emérico Hirschl, Enrique Fernández, Segundo Villadóniga, Pedro Cea y tantos otros que sucumbieron en las reuniones de la Comisión de Selección, se impuso el de una persona que ya tenía experiencia en el cargo por haber dirigido a la selección en la Copa América de 1947 en Guayaquil: Juan López. Hombre del barrio Palermo, tuvo una muy corta carrera como futbolista para desempeñar a lo largo de su vida una profusa carrera al costado de la línea de cal, cumpliendo diferentes roles, hasta llegar al buzo de “DT” rápidamente.
Juan López fue nombrado un mes antes del primer partido de Uruguay. El sorteo de los 16 países clasificados determinó que Uruguay, cabeza de serie en el grupo 4, se enfrentaría a Francia, Portugal y Bolivia. Los dos países europeos renunciaron a disputar el torneo, por lo que el partido jugado con Bolivia el 2 de julio, pasó a ser de carácter eliminatorio: quien vencía clasificaba al cuadrangular final por el título. Aquel partido se jugó con el hermoso paisaje montañoso del Estadio Independencia de Belo Horizonte. Bastaron pocos minutos para que Uruguay pudiese reflejar su juego en el score, llegando a la cifra de cuatro goles por cada tiempo: 8-0, donde anotaron todos los jugadores de ataque. El técnico buscó equiparar experiencia y juventud en el equipo, en base a la fortaleza y templanza física en la defensa, y la sorpresa en el ataque: Alcides Edgardo Ghiggia un desconocido para el mundo del fútbol que vio cómo en poco tiempo aquel jovencito con un puñado de partidos en primera, se convertiría en el autor del gol más importante de los mundiales de fútbol.
Previo a la disputa de la ronda final se establece el fixture de partidos, con la particularidad de que el país organizador decide el orden de los mismos y el lugar, ya que juega los tres partidos en Río de Janeiro, mientras los otros tres seleccionados clasificados (España, Suecia y Uruguay) cuando no enfrentan a Brasil deben hacerlo en San Pablo, con los viajes pertinentes. Aquí comienza a rodar con más fuerza la onda expansiva del invencible equipo local: en el debut le gana a Suecia por 7 a 1, al mismo tiempo que el combinado celeste sudaba en grande ante España con quien caía 2 a 1, hasta que un zapatazo de Obdulio Varela puso el empate; agrio final que se vivió duramente en el vestuario, ya que eran conscientes de haber cedido terreno. Uruguay tenía la misión de ganar la copa, no de hacer un buen papel. Nuevamente en San Pablo, los celestes jugarían ahora con los nórdicos, sabiendo que un traspié sería casi fatal. Suecia a pesar de la derrota quería limpiar su nombre y ofrece un duro partido donde en el primer tiempo sucede lo mismo que ante España: 1-2 al descanso, mientras nuevamente Brasil era un carnaval anticipado de goles ante los ibéricos. La presión era mayor, por lo que Uruguay fue en busca del partido, y al gol inicial de Ghiggia se le sumaron las dos conquistas de Omar Míguez para dar vuelta el resultado. Otro factor importante fue el ingreso de Schubert Gambetta en el once inicial, por lo que también jugaría el partido decisivo en Maracaná. La fiesta estaba preparada, dos resultados eran favorables para que los brasileños puedan proclamarse campeones, pero enfrente esta vez estaba Uruguay, a quien el técnico de Brasil no quería enfrentar. Un equipo que plasmó lo que no supieron hacer los europeos en los dos partidos anteriores: saber manejar el ambiente para que no repercuta en el conjunto.
Tanto los españoles como los suecos sintieron el impacto de jugar en el repleto escenario de Maracaná. Los capitaneados por Obdulio Varela buscaron la manera de sobreponerse: llegaron temprano para pasar desapercibidos, ingresaron a la cancha junto al equipo rival para no sentir el abucheo, y no tuvieron miedo de elaborar su juego. En el primer tiempo Uruguay pudo abrir el tanteador con dos claras chances. La misma claridad que ante el impacto de sufrir el gol rival al comenzar el complemento, pudo acallar las voces y hacer las correcciones necesarias para ganar el partido. El tándem Julio Pérez – Ghiggia comienza a funcionar y llega el gol de Juan Alberto Schiaffino con remate alto, fuerte, al ángulo de Barbosa. El estadio pasó a tener una atmósfera mezclada de murmullo y silencio, que terminó por hacer del rival su propio enemigo. Con la fórmula resuelta, Alcides Edgardo Ghiggia vence la valla brasileña para que el mundo se asombre de aquellos once leones celestes, a quien el propio Jules Rimet, diminuto, buscaba con la Copa entre sus manos al finalizar el partido. No habría discurso ni fiesta en Maracaná, la gloria prefería festejar una vez más junto al fervor del pueblo uruguayo.
Material preparado por la Asociación de Historiadores e Investigadores del Fútbol Uruguay (AHIFU) - www.ahifu.uy